17.1.05

EL VIAJAR ES UN PLACER

Resulta que este fin de semana estuve en la pujante ciudad -de 5000 habitantes, pero ciudad al fin, les juro- de Sastre y ortiz, Provincia de Santa fe, lo que me da la pauta para divagar sobre un tema que me apasiona: los viajes. Empezemos con al terrible verdad: viajar, en general, es una tortura. A menos que seas Onassis o alguno de esos ricachones que viven en un yate con un vaso de champán y una rubia alquilada en cada mano y visitan lugares que nosotros concomos sólo por las películas de mafia, es imposible vivir un viaje que no sea, en esencia, una reverenda cagada. Para llegar a Sastre hay que tomar el Güemes lechero de las TRES Y MEDIA DE LA TARDE: un colectivo viejo, con un estado estructural que sólo se compara al Ecto 1, con un calor digno de un desierto mexicano de una película de Soderberg, un aire acondicionado que parecía un asmático soplando desde dentro de una caja, y encima no se me ocurre mejor cosa que llevar un libro de Tolstoi (EL QUE ESCRIBIÓ GUERRA Y PAZ) para leer.... que habla de campesinos -mujics- pobres y enseñanzas morales. El colectivo traqueteaba como una licuadora Brown de los 80´s y una vieja paraguaya musitaba cánticos indígenas al lado mío, medio vestida de coya, y su piel rozaba impunemente con la mía, la cual sudaba la gota gorda. El ingreso del colectivo en cada pueblo aumentaba aún más mi angustia, cuando podía ver el cartel de "Bienvenidos a La Yegua" o cualquier pueblacho muerto y asesinado por la centralizacióin menemista de los ´90. Por supuesto, por ese patético viaje me asaltaron en la ventanilla por ¡Siete pesos con 50! Así, cualquier viaje en este país que no se realize en un Concorde es un suicidio al ánimo de bacán que todos nosotros, burgueses en potencia, tenemos que estimular día a día. Por supuesto, pongámosle que uno tiene sed: ni siquiera tenemos la legendaria máquina de jugo/café, que contiene esa mezcla de melaza y producto de algún banco de sangre para coatíes que los irreverentes cartelitos insisten en llamar "jugo", o esa brea mezclada con caca de mono que suele rotularse como "café". Y ni hablar de la ausencia de sanitarios, pero ponele que están ahí: un baño de colectivo no es más que un ascensor quieto de una casa de los pin y pon, con la ambientación digna de una película de Tim Burton, el olor -mezcla de pis, humedad y caucho de los asientos del colectivo- que recuerda vagamente al aroma que exuda un cadáver de futbolista, y allí, en el centro de la escena, un armatoste de metal inoxidable con un agujero en el medio que parece que nos va a devorar el animalito apenas lo liberemos del encierro pantalonil. ¿Acaso alguien se dio cuenta de lo antinaural que es un inodoro de colectivo? ¡Nadie se detuvo a pensar que pasaría si uno tendría que defecar ahí? ¿Por donde se iría el amigo del interior? ¿Por ese hueco tétrico y angosto que presenta casi con un ánimo irónico? Y ni hablemos del imposible acto de orinar recto ante el movimiento del autobús, que uno siente que este colectivo no es más que el sillón de masajes de Gulliver. Claro, pero los increíbles diseñadores del receptáculo podrían decir "pero señor, ud. tiene una MINÚSCULA ventana para abrir y dejar entrar el fresco aire puro que las rutas descampadas nos regalan!" Nada más falso. Apenas intentamos abrir la ventanita, luego de empujar como un condenado y que no se mueva ni un centímetro, el pequeño ventanuco se abre de golpe, y pasamos a recibir una cachetada de la naturaleza, transformada en golpe de viento, y a escuchar un rugido terrorífico que podría emitir el más temible de las bestias que habitan nuestra imaginación. ¡¡¡¡¡RRRRAAAARRRRRR!!!! Uno siente eso y se apura por cerrar la ventana -mientras tiene el amigo afuera-, pero la ventana no se mueve y ya sentimos que alguien del colectivo intenta abrir la puerta. Cuando, a duras penas, cerramos la ventana y pensamos que esto fue el fin de nuestos problemas, guardamos al compañero y salimos al pasillo del colectivo, donde reina un silencio de misa, y todos -inclusive los que dormían plácidamente- se dan vuelta para mirar como salimos del baño y nos muestran su cara de reproche, y uno no entiende por qué. "Mmmmmmm Así que fuiste al bañio...vos debés ser un hijo de puta", parecen pensar "por suerte no estás sentado al lado mío, porque no tolero que alguien haga algo tan pecaminoso como ir al baño". Por supuesto, ningún gerente de marketing del Güemes o de ninguna otra empresa podrá vivir esto alguna vez. Ellos viajan en Concorde o en Yate, con un champán y una rubia en cada mano, y nosotros, que intentamos servirnos un "café" en esos pequeños vasitos de plástico que nos queman apenas los tocamos, rogamos que un día nos ganemos el Quini y nunca más tener que viajar en colectivo.

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